Prólogo de Eduardo Frei a libro de Genaro Arriagada

[Prólogo de Eduardo Frei Montalva al libro de Genaro Arriagada Herrera “De la ‘Vía Chilena’ a la ‘Vía Insurreccional’”, Agosto de 1974]

Fácil es, incluso para el más débil, destruir una ciudad hasta sus cimientos; pero es, en cambio, muy dura empresa levantarla de nuevo.
PINDARO

Los sucesos vividos en Chile durante estos últimos cuatro años han tenido repercusión mundial.

Primero fue la curiosidad que despertara el ensayo para instaurar el “socialismo en libertad y por la vía legal”, y después la conmoción que produjera su fragosa y dramática caída.

Esa repercusión no se explica sólo por la naturaleza trágica de los hechos, pues, por desgracia, son con frecuencia sobrepasados por violencias que comprometen a pueblos más numerosos que por largos años han sido privados de su libertad o subyugados militarmente por potencias extranjeras, lo que no obsta para que quienes los oprimen se constituyan en acusadores y jueces.

Muchos son los que se han interrogado acerca de las causas que han motivado una impresión tan vasta como profunda.

Era necesario que pasara algún tiempo para intentar una respuesta, pues parecía imposible referirse con objetividad a ciertos acontecimientos sin chocar con pasiones y heridas demasiado recientes y dolorosas. Hacerlo, sin embargo, no resulta fácil, porque en general los que se refieren al caso chileno, más que dar a conocer la realidad, están interesados en ocultarla o instrumentarla en función de sus propios fines, usando ciertas tácticas publicitarias en boga que consisten en amedrentar y aplastar a los que no se someten a sus dictados. Y no faltan aquellos que, temerosos de caer bajo los ataques de quienes usan estos métodos y disponen de esas armas, se suman a ellos, o callan.

Diversas hipótesis pueden señalarse para explicar el interés por este proceso histórico. Ellas no son excluyentes entre sí; por el contrario, se complementan.

Chile tenía el prestigio de haber afianzado por más de un siglo y medio, casi sin interrupción, un régimen democrático en continuo progreso, que resultaba aún más notorio dentro de un hemisferio que ha presentado al mundo una imagen de gran inestabilidad política.

Durante los últimos lustros había sido en cierta manera un pequeño e intenso laboratorio de las más diversas experiencias políticas. Su democracia abierta, sin las rigideces pero también sin las raíces de las viejas culturas y sociedades europeas, cuyas ideas se transplantan a estas tierras nuevas con toda su explosiva carga, había conocido en pocos años una forma de social democracia a través de varios gobiernos, entre ellos, del Partido Radical, de la Derecha y, en seguida, la transformación iniciada por la Democracia Cristiana. Por último llegaba al poder a través de elecciones y por la “vía legal” una combinación integrada fundamentalmente por el Partido Comunista y por un Partido Socialista que, al revés de otros que corresponden al concepto de social-democracias, declaraba en forma oficial su inspiración marxista-leninista y su desprecio por “la democracia y la legalidad burguesas”.

En América Latina y en Europa, especialmente en Francia e Italia, el caso chileno podía servir como un ejemplo a quienes, al ver cortados otros caminos, tenían la esperanza de llegar al poder a través de elecciones, y demostrar así que el comunismo y los partidos de inspiración marxista-leninista y sus gobiernos podían ser compatibles con el régimen democrático y sus instituciones.

Para una vasta gama de snobs y de pseudos izquierdistas internacionales resultaba muy ventajoso adherir, sin riesgos para ellos, a un ensayo no siempre fácil de disponer en las sociedades humanas.

Hubo también muchos que miraron con simpatía este proceso, porque observan las profundas grietas que descubre el régimen capitalista y advierten que es inevitable el cambio hacia nuevas formas en la vida social. Les angustia pensar que el traspaso de una sociedad a otra sólo será posible cayendo en la violencia y perdiendo la libertad. Por lo mismo, cuando se ofrecía un intento que parecía resolver este dilema, lo siguieron con verdadero interés.

Todas estas razones contribuyeron a presentar el caso chileno con sus mejores luces. Así se ignoraron deliberadamente antecedentes que permitieran un juicio justo y equilibrado. Sólo en los últimos meses, al ver la dimensión de la catástrofe, algunos expresaron reservas.

El fin de esta experiencia, que por distintas causas despertaba tan grande interés, no podía menos que producir una conmoción muy profunda.

Se derrumbaba con sangre y violencia una antigua y ejemplar democracia y fracasaba un modelo en el cual se habían puesto grandes esperanzas.

A esto se agregaban dos factores adicionales que han tenido determinante influencia.

El primero de ellos lo constituía Cuba, que venía perdiendo rápidamente el ascendiente que su revolución tuvo en sus primeros años en muchos ámbitos del continente.

Las guerrillas, por su parte, no habían tenido el éxito esperado. Al revés, si bien lograron movilizar grupos capaces de dar dramáticos golpes, es evidente que no contaron con el apoyo de grandes masas de obreros y campesinos. Su mayor éxito estaba concentrado en las universidades y en medios intelectuales; pero bien examinados los casos podía comprobarse que no pasaban de ser grupos activos, audaces, calificados, pero minoritarios.

En estas condiciones el triunfo de los Partidos Comunista y Socialista en Chile adquiría especial importancia. La consolidación de un régimen marxista-leninista era un refuerzo decisivo. La combinación Cuba y Chile adquiría una resonancia y empuje considerables y las condiciones estaban dadas para que se ejerciera una extraordinaria gravitación en toda la costa del Pacífico, Argentina y Uruguay.

Por eso es también incuestionable que se produjo una estrecha asociación de trabajo revolucionario entre La Habana y Santiago, en la cual, con diferentes tácticas, se buscaban iguales objetivos y mutuo sostén.

Cuba encontraba así un aliado muy útil, porque Chile tenía un sólido prestigio político. Además, se abrían dos vías tácticas diferentes para llegar al poder, entre las cuales era posible escoger como casos ejemplares, según fueran las condiciones de cada nación.

Los problemas latentes en el hemisferio: el régimen de propiedad y en particular de estructura agraria; los cinturones subproletarios que rodean las ciudades en este proceso de urbanización, el más acelerado del mundo; los graves contrastes sociales; la carencia general de organización en la base social; la baja tasa de desarrollo económico; la deficiente distribución del ingreso; y la miseria, al no ser afrontados con decisión y oportunidad, crean las condiciones para que surja no sólo una justa rebeldía sino también el odio, la violencia y la demagogia. Todos estos factores acrecientan las expectativas del comunismo o de las fuerzas de inspiración marxista-leninista en América Latina, cuyo triunfo continental constituiría un elemento de importancia en el cuadro de fuerzas que se disputan el mundo.

El otro factor que algunos analistas han señalado que podía ser de gran trascendencia desde un punto de vista de la relación de fuerzas y de poder, era constituir una base en Chile que controla más de cuatro mil kilómetros de costa sobre el Océano Pacífico, con el Estrecho de Magallanes y los mares próximos al Polo Sur, ya que por muchos conceptos se piensa que ése es el océano del futuro.

En fracaso de la experiencia chilena y con él la pérdida de este importante punto de apoyo constituyó, pues, un golpe muy grave en un cuadro de estrategia continental, en el cual el trabajo combinado de Cuba y Chile ensamblaba a la perfección.

No era ésta, pues, la caída de un régimen cualquiera, como ha ocurrido tantas veces en nuestra América Latina. Su derrumbe, violento y trágico, significó para extensos sectores de opinión pública, más amplios por cierto que la izquierda marxista, algo más que un simple golpe militar.

De ahí que es importante ahondar en un examen objetivo y real sobre las causas que condujeron al triunfo de la Unidad Popular primero, y después a tan dramático desenlace.

Lo peor que podría ocurrir sería que en el devenir esta experiencia no sirviera a propios ni a extraños.

Distorsionar los hechos o simplemente trivializar la historia incurriendo en las mayores inexactitudes, sería para este pueblo como agregar la injuria al castigo de que hablaba Cervantes.

Por eso este libro de Genaro Arriagada tiene la mayor de las trascendencias. Hombre joven excepcionalmente dotado para el análisis político, investigador acucioso y agudo observador, documentado en forma inobjetable, presenta a lo largo de estas páginas una relación verídica de los hechos, fundada en abrumadores antecedentes emanados sustancialmente de los propios Partidos y personeros de la Unidad Popular. Sus páginas nos muestran antecedentes que permiten formarse un juicio cabal, juicio que es necesario no por un mero ejercicio intelectual sino como una condición esencial que admite reflexionar y así proyectar adecuadamente el futuro.

Se desprenden de este libro numerosas conclusiones, algunas de las cuales conviene subrayar.

La primera y más indispensable de ellas para un criterio imparcial es conocer qué país recibió el Gobierno de la Unidad Popular y, después, como quien realiza un balance, saber qué país entregaron.

En el ámbito internacional existe una nomenclatura que si bien es simple se convierte fácilmente en simplista.

Se habla habitualmente de países desarrollados y subdesarrollados, como si hubiera en el mundo sólo dos grupos de naciones, cuando la verdad es que en unos y otros hay escalas que los diferencian fundamentalmente. También es corriente observar que se agrupa a América Latina junto a otros continentes de muy diversos recursos, niveles de vida y formas culturales, y asimismo se juzga al hemisferio como si en todos sus países reinase por igual el analfabetismo, el atraso, las terribles injusticias de minorías opulentas frente a masas misérrimas.

A esta impresión aplicada a Chile respondió en gran medida el entusiasmo con que muchos, no sólo en el mundo comunista sino especialmente intelectuales y políticos del mundo occidental, miraron el triunfo de la Unidad Popular.

Una imagen tan elemental inducía a engaño.

Como se ha afirmado muchas veces, Chile estaba llegando a ocupar un lugar que podríamos llamar de mediano desarrollo, con serias expectativas de un rápido mejoramiento en sus condiciones de vida.

En el año 1970 era un país en pleno avance. Sus instituciones funcionaban con normalidad y cambios fundamentales perfeccionaban su democracia que se adaptaba a las nuevas condiciones de la era post-industrial, por cierto que con los inevitables riesgos y limitaciones que hoy vive la gran mayoría de los pueblos de la tierra.

Pero todo esto no se había conseguido en un día, ni menos con facilidad.

Ha sido frecuente oír a los declamadores hablar de Chile como un país inmensamente rico y, con ello, explícita o implícitamente, llegar a la conclusión de que todas las generaciones que nos han precedido, por torpeza o refinada maldad, han impedido al pueblo gozar de una prosperidad a la que naturalmente estaba llamado.

La verdad es muy otra. Este es un país con grades recursos, pero también con extremadas dificultades, que para sobrevivir requiere un esfuerzo constante de trabajo e inteligencia.

Es un país delicado de tratar, como lo revela su propia y “loca geografía”.

Desde Arica a Santiago hay 2.000 kilómetros de desiertos apenas interrumpidos por unos escuálidos valles.

Desde Santiago a Puerto Montt en mil kilómetros se extiende el Valle Central, donde se encuentra el grueso de la población, el que se halla estrechado entre dos cordilleras y sobre una cornisa inclinada hacia el Pacífico.

Su sistema de lluvias es muy irregular. Sus ríos son torrentes que en menos de 200 kms. bajan desde 3 a 4 mil metros hasta llegar al mar, de tal manera que si no se cuida la tierra la erosión deja sólo la roca desnuda, como ha ocurrido en lo que antaño fueron ricas provincias.

Las extensiones que ocupa la capa vegetal no son grandes y cada zona es diferente en clima y calidades de suelos.

Todo termina en el extremo sur, de una belleza indescriptible, pero también con una naturaleza muy hostil.

A la precariedad de sus contornos y a sus fallas geológicas perceptibles en los terremotos, se agrega su longura y topografía, por lo cual desarrollar una infraestructura moderna es altamente costosa. Así, cada kilómetro de camino se encuentra con una montaña o con cauces de ríos que a veces pasan secos por años pero que también en horas se convierten en enormes masas de agua que se precipitan en peligroso descenso. Por eso requiere grandes inversiones.

Sin embargo, este territorio no sólo tiene belleza sino valiosos recursos, como cobre, hierro y diversas clases de minerales de todo tipo; sus tierras agrícolas no son extensas pero producen variados frutos de exquisita calidad; sus bosques son un capital imponderable que crece con rapidez poco común; dispone de una extensa costa y un inmenso mar con inagotables posibilidades; y sus ríos tienen reservas ilimitadas de energía.

Chile no posee la vastedad casi infinita de las pampas argentinas, ni las pródigas riquezas del Perú virreinal, ni el mar de petróleo venezolano.

Aquí todo cuesta. Nada es fácil. Un país difícil de manejar. Cuando se le hiere por torpeza o ignorancia, las heridas son hondas y difíciles de curar. Todo hay que hacerlo a fuerza de empuje y sin dañar lo que tan duramente ya se ha conseguido.

Y esto es lo que justamente no sucedió.

Como lo único importante para la Unidad Popular era conquistar el poder político, no se preocupaba que toda una organización industrial, minera o agrícola se derrumbara. Lo que valía era el dominio político. Cada sindicato, empresa cooperativa u organización de base social se consideraba sólo como un instrumento para la conquista del Poder. Por eso se desplazó al hombre que sabía su oficio por el que podía ser útil en la maniobra partidista. Por eso se distorsionó todo el proceso de desarrollo político, cultural, económico y social que este país venía viviendo.

Este irrealismo dogmático, este proceso de ideologismo desenfrenado que alcanzó a sectores no sólo marxistas sino a otros más amplios del país, no permitió a muchos ver el abismo al que se caminaba.

No cabe duda alguna que en Chile había ido operando un proceso progresivo de evolución en todos los órdenes y que por eso había llegado a ser una de las naciones con mayor desarrollo político y social en América Latina.

Este proceso de cambios comenzó el año 1920, o sea, excepción hecha de la Revolución Mexicana con otras características, fue tal vez el primero en iniciarse en América Latina. Se consolidó después con el radicalismo, que le dio a la clase media presencia y poder en todos los órdenes, desde el cultural hasta el económico, y avanzó aun en regímenes de Derecha.

Sin embargo, a pesar de esa evolución, agitada a veces, tranquila otras, pero siempre en ascenso, se fueron acumulando en esos años una serie de elementos que hacían indispensable acelerar el proceso si Chile realmente quería convertirse en una democracia abierta y moderna.

Era impostergable romper la dicotomía de un desarrollo industrial y minero importante, frente a un agro en que el trabajador aún no salía de la condición servil, sin derecho a sindicalizarse, sin limitaciones en sus horarios de labor, sin esperanzas de poseer la tierra, carente de oportunidades, escaso de escuelas y de toda atención.

Por otra parte, se extendían cada vez más los cinturones de miseria en las ciudades, y si bien es cierto se había desarrollado una fuerte clase media y había progresos evidentes en importantes sectores del proletariado industrial, pagaban esta prosperidad grandes masas marginales que era necesario incorporar a la vida del país.

Estos fueron los problemas básicos que abordó la Democracia Cristiana en 1964, cuyo programa se cumplió casi íntegramente a pesar de las resistencias combinadas de la Derecha y de la Izquierda.

Así se fue construyendo Chile como nación, a través de un esfuerzo de generaciones que aportaron a esta empresa colectiva trabajo y sacrificios para ir conquistando su desarrollo, y sabiduría política para sostener su democracia, abierta y plural.

Este pueblo, pacífico por esencia, unido y homogéneo, había ido valorando sus propias conquistas, su libertad, sus posibilidades de disentir, sin destruir su sentido de convivencia.

Había asimismo perfeccionado y ampliado su organización social y abierto canales cada vez más efectivos para que sus hombres y mujeres pudieran ejercitar sus derechos y participar en todas las estructuras institucionales y políticas.

Tenía conciencia y sabía apreciar lo que significaban los nuevos niveles sociales y económicos que lo aproximaban a un pronto despegue.

Estaba especialmente orgulloso y esperanzado por los planes de educación masiva y la casi desaparición del analfabetismo; veía su territorio sembrado de escuelas y apreciaba el progreso cuantitativo y cualitativo de sus Universidades.

Se perfeccionaba y generalizaba la red nacional de atención médica; ya no era un privilegio sino una realidad o próxima a serlo el tener una casa digna; y los ahorros permitían adquirir bienes durables y, a muchos, hasta un vehículo para movilizarse.

Su proceso de industrialización y los planes de desarrollo económico y social estaban en marcha. Y, lo que es más importante, contaba para todo ello con una proporción elevada y creciente de técnicos del mejor nivel; a la vez que disponía de una Administración con bastante eficiencia e indudable honestidad.

El país había perfeccionado su independencia económica. El Estado era dueño de las Empresas de Petróleo, Electricidad, Ferrocarriles, Líneas Aéreas y otras actividades básicas; y en los últimos años había nacionalizado la Compañía de Electricidad norteamericana, adquirido las acciones de propietarios extranjeros en la Compañía de Acero, obtenido el 51% de las acciones de las grandes minas de cobre, etc.

En el plano internacional, Chile había reanudado sus relaciones diplomáticas con la U.R.S.S. y los países de la órbita socialista; participó de una manera determinante en la formación y gestación del Pacto Andino; y en Viña del Mar había reunido a la CECLA para plantear los objetivos de un auténtico movimiento latinoamericano en defensa de su personalidad e intereses.

Al contrario de lo que afirman en América Latina y en Chile los sectores reaccionarios de la ultra Derecha, este proceso de cambios, realista y pragmático, siempre presente en diversas etapas de nuestra Historia, era indispensable para combatir la miseria, la explotación y el subdesarrollo.

Los que piensan que la justicia y las reformas favorecen la expansión del marxismo-leninismo y sólo atinan a levantar barreras de contención a todo proceso de cambio, terminan siempre por ser arrasados. Son la anti-Historia.

Abrir los cauces para que los pueblos alcancen la plenitud de sus derechos y oportunidades es el único camino posible de éxito. Así se demostró en Chile, pese a las afirmaciones interesadas en contrario.

En el año 1964 la propia Unidad Popular con un cuadro político más reducido obtenía una votación superior a seis años después. En efecto, en 1970, con el mismo candidato y con el apoyo adicional del radicalismo y de algunos grupos cristianos de izquierda, en lugar de aumentar, disminuyó la proporción en el electorado del 40 al 36%, o sea en un diez por ciento.

Ese era el país que recibieron. Vale la pena ahora detenerse a examinar cuál fue el estado en que lo dejaron.

Esta tal vez sea la pregunta más fácil de responder. A pesar de toda la cortina de propaganda con que se ha querido cubrir la realidad, es muy difícil ignorar el fracaso y el destrozo sin precedentes que sufrió este país en menos de tres años.

Seguramente las expresiones más duras para contestar la interrogante sean las que han usado hombres de la Democracia Cristiana, no obstante que la táctica para dividir a este Partido ha querido presentar a algunos de ellos como favorables a esta experiencia. Unos han dicho que la Unidad Popular “malogró miserablemente la oportunidad que tuvo de abrir una nueva época en la Historia de Chile”; y otros, “cualesquiera que hayan sido las intenciones, los resultados fueron el mayor desastre político y económico de la Historia de Chile; quebrada la constitucionalidad; dividida la comunidad nacional; un endeudamiento externo acelerado; una mayor dependencia internacional; la violencia en la vida diaria; la permanente crisis política agudizada por la condición de Gobierno minoritario; la tentativa de usar las Fuerzas Armadas para objetivos partidistas; y, por último, el fin de la Democracia en Chile por tiempo indefinido”.

Difícilmente se podría resumir con más claridad y precisión lo que realmente ocurrió.

Inflación desatada a límites incontrolables; envilecimiento de la moneda; mercado negro y largas colas para adquirir cualquier producto, desde el pan hasta los repuestos; baja de la producción; anarquía en la Administración Pública, en las empresas y en los campos; extensas zonas dominadas por extremistas, donde las autoridades no podían siquiera ingresar; paralización de las inversiones y de los trabajos públicos. En resumen, un caos económico y social, acompañado de una acelerada y creciente violencia.

Muchos se interrogan sobre cuál es la explicación de una caída tan vertiginosa, que examinada aún por los que vivieron este drama es tan difícil de entender.

Se ha pretendido dar dos respuestas a esta interrogante: lo que se ha dado en llamar el bloqueo externo y el bloqueo interno.

Según la primera versión el país fue sometido a un bloqueo desde el exterior que hizo imposible el intento de establecer un Estado socialista en Chile.

A este respecto la gama y variedad de las acusaciones van desde el bloqueo económico hasta la agresión militar, y no ha faltado aún escritor de nota –famoso por su prodigiosa imaginación—que llegó a afirmar que los aviones chilenos que sobrevolaron Santiago el 11 de septiembre fueron piloteados por algunos connotados acróbatas de las Fuerzas Armadas norteamericana.

Pero como la Historia es algo bien distinto a una novela, es necesario desentrañar qué es lo que hay de verdad respecto a esta afirmación del bloqueo exterior, el que puede traducirse, que sepamos, en cuatro manifestaciones concretas: negativa para comprar productos que el país vende; prohibición de venderle los productos que necesita; cierre de los créditos que se requieren para un normal desenvolvimiento; y una propaganda adversa que cree una imagen desfavorable en el ámbito mundial.

Ninguna de estas condiciones se produjo durante el Gobierno de la Unidad Popular. Chile pudo vender sin dificultad alguna los productos que comerciaba no sólo en Europa sino en los Estados Unidos de Norteamérica, donde continuó colocándolos en la misma forma en que lo había hecho tradicionalmente.

En lo único que hubo una dificultad fue en el cobre, pero veamos su magnitud.

En efecto, una de las Compañías expropiadas inició en Francia y otros países juicios de embargo en contra del cobre exportado chileno. Esta acción mereció la condenación, pública y unánime, de todos los sectores políticos chilenos, incluidos por supuesto los de oposición, que aprobaron en el Congreso Nacional, con los votos de todos los partidos, acuerdos que rechazaban esta agresión.

Pero lo importante es conocer, como hemos dicho, la magnitud de esta tentativa que significó que se declarara el embargo sobre una partida de cobre cuyo valor no fue superior a dos millones de dólares, el que por lo demás después de un breve tiempo quedó anulado. La influencia que pudo tener ese reducido embargo, dejado pronto sin efecto, sobre un volumen de ventas anuales no inferior a los 800 millones de dólares, puede ser fácilmente apreciada.

Tampoco tuvo el gobierno chileno inconvenientes para continuar sus importaciones, ya que nadie jamás le impidió adquirir los productos que necesitaba en los mercados internacionales, en lo cual compitieron Italia, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Bélgica, Holanda, España, y para qué decir los diversos países latinoamericanos y los propios Estados Unidos. Incluso no faltaron tratativas con compañías norteamericanas, como la Cerro Pasco que continuó trabajando en Chile en la mina de cobre denominada Andina que recién había entrado en producción como fruto de las importantes inversiones realizadas en el período 64-70.

En materia de créditos internacionales, en las reuniones del Club de París para renegociar la deuda externa y conseguir la suspensión de sus pagos, se logró el acuerdo favorable de todos los países europeos y además de los Estados Unidos de Norteamérica, país sin el cual habría sido imposible obtenerlo.

Durante la campaña presidencial la Unidad Popular se comprometió, en caso de triunfar, a que Chile se retiraría del Fondo Monetario Internacional, al cual calificó con los peores epítetos. Sin embargo, iniciado el Gobierno, el retiro prometido se transformó en amistosas relaciones, consiguiendo el máximo apoyo dentro de las normas del Fondo, lo que fue ampliamente reconocido por las más altas autoridades del Estado.

Por lo demás, ninguna nación europea bloqueó al Gobierno de la Unidad Popular. Por el contrario, todas le otorgaron créditos en condiciones amplias, destacándose España en esta positiva actitud.

Nada habría que agregar respecto a los países de la órbita comunista que, como era lógico, prestaron su cooperación, aunque en una proporción reducida y con grandes trabas en la operación.

Por último, la afirmación de que el Gobierno habría sido bloqueado desde el exterior queda desvirtuada por el hecho más evidente, y es que en la Historia de Chile ningún gobierno en tan corto plazo había obtenido créditos de mayor magnitud. Las cifras y antecedentes que proporciona este libro son irrefutables, pues emanan de los organismos oficiales nacionales e internacionales, y por lo demás fueron reconocidos como válidos en los debates del Parlamento por los propios miembros del Gobierno de la Unidad Popular.

Es indudable que en el período analizado no hubo nuevas inversiones norteamericanas, pero parecería bastante ingenuo planificar una revolución sobre la base de un ataque frontal contra los Estados Unidos y esperar al mismo tiempo un apoyo que no se ha dado muchas veces a gobiernos amigos.

El otro gran capítulo con el cual se ha querido justificar lo acaecido dentro del régimen de la Unidad Popular es la oposición interna.

Se ha responsabilizado por ella primordialmente a la Democracia Cristiana porque, siendo el partido mayoritario, habría sido su principal obstáculo.

Con el objeto de intimidar y desprestigiar indirectamente a la Democracia Cristiana de otros países y destruir el Partido en Chile, especialmente por ser ésta una fuerza popular que obstruye las pretensiones de monopolizar al pueblo por los partidos marxistas, se lanzó contra ella un ataque interno e internacionalmente planificado. En este aspecto, como en otros, el libro de Genaro Arriagada significa un aporte invaluable para clarificar la verdad histórica.

Todo prueba que la actitud del Partido Demócrata Cristiano fue de una limpieza democrática imposible de empañar.

Cuando el candidato de la Unidad Popular con sólo un 36% de la votación nacional –en consecuencia muy lejos de haber obtenido la mayoría– fue elegido en el Congreso Nacional gracias a los parlamentarios del Partido Demócrata Cristiano, que eran 75, mientras los de la Unidad Popular en su conjunto sumaban sólo 79, para un total de 200 congresales, ese Partido, en un gesto ejemplar, no pidió compensación alguna ni en la Administración ni en el Gobierno. Sólo exigió un Estatuto de Garantías Constitucionales que asegurara el respeto a la libertad y a los derechos de las personas.

Al iniciarse el Gobierno apoyó las leyes más fundamentales que éste enviara al Parlamento, entre otras las de nacionalización del cobre que contó con la unanimidad de los diputados y senadores de todos los partidos.

Se manifestó así de una manera inobjetable la voluntad de no dificultar la labor del régimen que recién se instalaba y de apoyarlo en aquellas iniciativas que se consideraban útiles para el país y en especial para el pueblo.

A medida que el Gobierno avanzaba y ponía de relieve sus objetivos y métodos, su contradicción con los principios y planteamientos de la Democracia Cristiana se fue haciendo cada vez más evidente. Este distanciamiento no se debió a que este Partido resistiera cambios legítimos que favorecerían un proceso de transformación social en beneficio de las grandes masas. Muy por el contrario, ya que desde luego los había impulsado como ningún otro durante su período anterior de gobierno.

Como puede observarse en el estudio de Genaro Arriagada, estos antagonismos agudos y profundos correspondieron a causas definidas e insoslayables.

Primeramente y a poco andar, la Democracia Cristiana se formó la convicción de que se estaba siguiendo un plan que en definitiva destruiría en sus fundamentos la economía chilena.

A este efecto, desde los meses iniciales los técnicos de aquel Partido realizaron estudios y publicaron varios folletos y algunos libros, a los cuales se hace referencia en la obra de Arriagada, que por desgracia resultaron de una exactitud matemática.

La segunda razón, aún más grave, fue la progresiva y constante violación de la Constitución y la ley, señalada en reiteradas ocasiones por el Congreso Nacional, por los Tribunales de Justicia, por la Contraloría General de la República, por los colegios profesionales y otros organismos que advirtieron al país del peligro que esto significaba para su estabilidad democrática.

En tercer término se hizo progresivamente presente –como también se prueba en el curso de este libro— el desconocimiento por parte del Gobierno de la voluntad popular libremente expresada. Si ello era grave en el orden electoral, ya sea en los municipios o en el Parlamento, lo fue aún más respecto a las organizaciones populares de base, en que se persiguió de hecho a las federaciones campesinas mayoritarias por no sumarse a las afectas al Gobierno; se desconoció a las Juntas de Vecinos en que triunfaban elementos ajenos a los partidos de la Unidad Popular; y se trató por todos los medios de burlar los resultados de las elecciones en los sindicatos industriales.

Las luchas que se libraron en las universidades y en las organizaciones de estudiantes de enseñanza media adquirieron una violencia extrema. Al elegir la Federación de Estudiantes Secundarios una directiva encabezada por la Democracia Cristiana, no trepidaron en dividir esa institución y crear otra paralela. Y en la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, que es sin duda la más importante del país, teniendo conciencia la Unidad Popular de que si había elecciones las perderían, se negaron a efectuarlas.

Estas y muchas otras fueron las causales que motivaron un endurecimiento cada vez mayor en la actitud de la Democracia Cristiana. A ellas se agregaron otras no menos importantes.

Por ejemplo, en 1972 con motivo de la brusca caída de la producción agrícola y en general del caos económico reinante –que culminó dos días antes del 11 de septiembre de 1973 cuando el propio Presidente de la República advirtió al país que quedaba harina para hacer pan sólo para dos días—se organizaron las Juntas de Abastecimiento Popular (JAP), de carácter netamente político-partidista, que entregaban los víveres en las poblaciones en forma abusiva y discriminatoria, comenzando por empadronar al vecindario, lo que éste miró como una grave amenaza a su libertad personal y como una importación de los métodos empleados en otras naciones para controlarlo.

Otro elemento que agitó al país, a las Asociaciones de Padres, a los estudiantes y a la Iglesia fue la tentativa de cambiar los programas educacionales y hacer obligatoria una enseñanza basada en orientaciones marxista-leninistas.

También fueron antecedentes decisivos las pruebas irrefutables de la importación y reparto de armas y la presencia en Chile de miles de extranjeros pertenecientes a movimientos de extrema izquierda, muchos de ellos prófugos de sus propios países.

Y no menor era la preocupación por el control progresivo de los medios de comunicación. La Televisión Nacional, creada en el régimen de la Democracia Cristiana como un instrumento del Estado para informar y entretener, se transformó en un órgano de concientización y de propaganda desembozada, en que se calumniaba e injuriaba a todo el que se opusiera al régimen.

Los partidos de Gobierno adquirían a cualquier precio las radioemisoras existentes, y cada día era más aflictiva la situación de los diarios y de otros medios de expresión de los opositores, a los cuales se trataba de ahogar mediante todos los procedimientos imaginables.

Sin duda había en el país libertad de expresión y la lucha de la oposición para mantenerla era ardua y constante, pero era fácil constatar hacia dónde se caminaba a través del estrangulamiento económico de los medios de comunicación no adictos al Gobierno.

Por lo demás, a este respecto basta leer las afirmaciones programáticas y las tesis sustentadas por la propia Unidad Popular –que aparecen en este libro— para poder decir como los juristas antiguos que “a confesión de parte relevo de prueba”.

Oportunamente, en conversaciones de la directiva de la Democracia Cristiana con las más altas autoridades de Gobierno, se denunciaron estos hechos, y al no tener respuesta se dio cuenta de ellos en el Parlamento y al país a través de todos los medios que se tenían al alcance.

Es imposible negar la existencia de cada una de estas realidades. La pregunta que surge es: ¿qué partido político en el mundo occidental podría observar estos hechos sin ejercer los derechos que le otorga la Constitución, la ley y, por esencia, el régimen democrático mismo?

Por hacerlo, el Partido Demócrata Cristiano fue acusado de “derechista” o de fascista. La única alternativa habría sido entonces aceptar y acatar todo lo que ocurría. ¿Podía caer en este renuncio sin traicionar la esencia de su propia misión y de su espíritu democrático?

Durante los tres años del Gobierno de la Unidad Popular la Democracia Cristiana no se limitó sólo a criticar. Aceptó en forma permanente a posibilidad de un diálogo que permitiera modificar las líneas de conducta del Gobierno y evitar así las amenazas al régimen democrático que se veían fatales si la situación continuaba sin variación.

Al revés de cómo procedieron con el Gobierno demócrata cristiano los partidos de oposición, especialmente el Socialista –que se negó oficial y terminantemente a algún contacto, a alguna conversación, y que, como expresaron sus máximos dirigentes, le negarían a ese Gobierno la sal y el agua–, la Democracia Cristiana nunca evitó dialogar con el señor Presidente Allende. Para probarlo bastaría leer los diarios y documentos públicos conocidos por el país entero durante los años de gobierno. Peor aún, la DC fue constantemente acusada por los sectores más duros de la oposición, y aún hoy se la ataca, por haber tenido –según ellos— una actitud titubeante, débil y complaciente, al aceptar ese diálogo, el que, por lo demás, nunca llegó a resultado alguno. Podríamos decir que la Democracia Cristiana pagó un alto precio en la opinión pública y en el electorado justamente por haber mantenido esta línea de conducta que no tenía otro objetivo que salvar el régimen jurídico y la democracia.

Estas gestiones culminaron en agosto de 1973, cuando el Partido Demócrata Cristiano lo único que pidió pública y reiteradamente fue el respeto al orden legal, sin otra condición y sólo con el fin de que el clima de extremada tensión en que vivía en esos días Chile pudiera distenderse.

En estas dramáticas circunstancias y al no obtener respuesta alguna a su petición, en forma pública y solemne, después de denunciar las reiteradas violaciones a la Constitución, el Partido pidió que el pueblo decidiera esta situación y, para provocar un plebiscito y así el pueblo pudiera pronunciarse, sus parlamentarios ofrecieron renunciar a sus cargos.

Durante estos tres años jamás hubo una apertura de parte del Gobierno. Si bien es cierto que diferentes personas buscaron este acuerdo en forma constante, nunca lograron nada, ni la más mínima respuesta concreta o siquiera una modificación en las políticas que se aplicaban. Al revés, hay los testimonios más incontrovertibles, como constan en este libro, de que jamás se consideró la posibilidad de entendimiento con la Democracia Cristiana, salvo buenas expresiones que nunca se tradujeron en hechos. Al revés, los hechos siempre contradijeron las palabras.

Hay quienes sostienen que aún pudo hacerse más. En el reino de los posibles o futuribles la discusión podría prolongarse al infinito, pero las más recientes publicaciones de personas cercanas y decisivas en ese régimen confirman que esa posibilidad careció siempre de asidero en la realidad.

La oposición no fue, como ha querido pintarse en el exterior, sólo de las clases medias o, como se dice, de la mediana burguesía. Más aún, podemos decir que fue la organización del pueblo en sus bases la que opuso la verdadera resistencia al intento totalitario.

Se olvida decir, por ejemplo, que en los últimos meses se mantuvo, entre otras, la más dura y prolongada huelga de los obreros del cobre, con la cual solidarizaron los más grandes sindicatos y confederaciones de obreros campesinos; que en el curso del año 1973 los Partidos de la Unidad Popular perdieron prácticamente casi todas las elecciones de las Juntas de Vecinos; y que la Democracia Cristiana obtenía la mayoría en sindicatos del acero, del petróleo, del cobre, y aumentaba su representación en todas las otras áreas. En los diarios de todas las tendencias se publicaban semanalmente informaciones con respecto a estos hechos.

La Democracia Cristiana no representó intereses: fue una oposición popular y democrática.

En el análisis de los factores que provocaron la crisis hay un capítulo que sin duda no puede soslayarse.

Las Fuerzas Armadas de Chile eran conocidas en el continente por su prescindencia política y por su inveterado respeto a la Constitución y a las leyes.

No obstante, desde su inicio el Gobierno de la Unidad Popular se planeó una acción sistemática para atraer a las Fuerzas Armadas y comprometerlas en política. En el curso del libro de Genaro Arraigada se encuentran pruebas abrumadoras de este hecho. A pesar de su resistencia, en el transcurso del año 1972 y posteriormente en 1973 se designaron ministros que las representaban en distintos ministerios. Al mismo tiempo se hizo evidente una acción destinada a penetrar a las Fuerzas Armadas, lo que provocó incluso algunas tentativas de rebelión.

La importación de armas, la organización de fuerzas militarizadas, la presencia de extranjeros pertenecientes a movimientos extremos que intervenían en la vida interna del país, los intentos de penetración que alteraban su disciplina, y diversos otros actos y declaraciones que las afectaban –como puede comprobarse en este libro— provocaron en ellas un cambio profundo en su actitud.

Estas razones fueron, en último término, las que indujeron al pronunciamiento militar de septiembre de 1973. No hay duda que por largo tiempo trataron de evitar la ruptura con el Gobierno y se resistieron largamente a intervenir. Ese es un hecho histórico que es imposible desconocer.

La verdad es que las Fuerzas Armadas actuaron cuando ya se había extendido por el país una clara sensación de anarquía, cuando la Constitución había sido evidentemente transgredida, y cuando ellas mismas se sintieron amenazadas.

Salvo grupos de inspiración claramente fascista y reaccionaria, nadie deseaba para el país el advenimiento de un régimen dictatorial. Empero, la verdad es que la inmensa mayoría del país lo veía como fatal ante los hechos que se sucedían con creciente y dramático ritmo.

Y es así como en medio del dolor y de la sangre cayó una de las más antiguas y viejas democracias del mundo, y será inútil tratar de recuperarla en el futuro si no existe la honradez y el valor de reconocer esta realidad que precipitó a Chile a una situación a la que jamás debió llegar.

Lo cierto es que para que una sociedad democrática pueda subsistir es fundamental un mínimo de consenso entre los que la integran, y el reconocimiento, por todos, de ciertos valores que hacen posible el ejercicio de la libertad y la aplicación del derecho.

En la realidad, en Chile ese consenso se había roto.

La Unidad Popular nunca dejó de ser una minoría. Minoría en el Parlamento, en los municipios y en las organizaciones en la base social. A pesar de estas condiciones, su Gobierno jamás se resolvió a buscar una solución de compromiso, sino que, por distintos procedimientos, quiso imponer un modelo que la mayoría del país rechazaba.

En el fondo manifestó siempre un desprecio profundo por el sistema democrático y una expresa voluntad de llegar, a cualquier precio, a la conquista del Poder total.

Si se examinan a través de las páginas de este libro algunos de los distintos y numerosos documentos del Partido Comunista, del Partido Socialista, y para qué decir los emanados de los movimientos de izquierda revolucionaria, se puede constatar que para ellos la democracia existente en Chile era una democracia falsa y formalista que era necesario destruir para construir otra. Esta era la tesis de sus teóricos y la conclusión de todos sus congresos. ¿Por qué respetar entonces esa democracia que era –según ellos— una gran farsa y un tremendo engaño? ¿Por qué ahora, perdida, se la añora y se la defiende cuando antes se la ridiculizó y execró sistemáticamente?

Qué paradoja es llorar hoy sobre una democracia que dijeron nada valía y que algunos llegaron a calificar de oprobiosa. Lo que más se llegó a conceder fue un cierto grado de prudencia táctica para no precipitar su caída. Lo lógico entonces era no respetar las reglas y tratar por todos los medios de imponer un nuevo orden. Por eso el sectarismo era una virtud y la exacerbación del odio un medio necesario. Cualquier búsqueda de un acuerdo se calificaba de debilidad y cobardía.

Todo tenía un valor instrumental. Ningún principio y ninguna norma eran válidos, salvo uno: conquistar el Poder total.

En el año 1972 el Pleno Socialista declaraba:

“El Estado burgués en Chile no sirve para construir el socialismo y es necesaria su destrucción”.

“Para construir el socialismo los trabajadores chilenos deben ejercer su dominación política, deben conquistar todo el Poder. Es lo que se llama la dictadura del proletariado”.

“Para los revolucionarios, la solución no está en esconder o negar el objetivo de la toma del Poder”.

“Rehuir el enfrentamiento o moderar la lucha de clases constituye un gravísimo error”.

“Para los socialistas cada pequeño triunfo eleva el nivel del próximo choque, HASTA QUE LLEGUEMOS AL MOMENTO INEVITABLE DE DEFINIR QUIEN SE QUEDA CON EL PODER EN CHILE”.

Podría decirse que éste es el proceso de fondo que rompió primero en la mente y después en los hechos la posibilidad de una convivencia y el respeto a la ley, condiciones que habían hecho posible la democracia en Chile, aún con todos sus defectos.

Desde el momento en que se niega el valor objetivo al sistema democrático y se establece como premisa no discutible que es una clase social la que tiene la verdad y un partido el que interpreta, el problema se reduce a una estrategia de conquista del Poder.

La transición exige la destrucción de la actual sociedad para edificar sobre sus ruinas la dictadura del proletariado que conduzca a la nueva sociedad. Quien se oponga al proceso es un enemigo que es necesario aplastar.

Este fue el esquema que operó en Chile y ésta una de las razones por las cuales jamás hubo el intento serio de entenderse con la Democracia Cristiana o con otras fuerzas democráticas. Y esto fue evidente en la forma vejatoria como se trató y excluyó al Partido Radical de Izquierda, integrado por hombres de más de treinta años de militancia, algunos de los cuales formaron el año 1938 el Frente Popular, miembros de la Unidad Popular, y que fueron candidatos de la izquierda a cargos parlamentarios y pre-candidatos de ella a la Presidencia de la República.

¡Si a los amigos de adentro, partidarios y colaboradores de largos años, se les trataba así, qué podían esperar los otros!

Esta ola que se fue alimentando a sí misma por la propia dialéctica de los hechos, pareció a veces que era resistida por el Partido Comunista. No hay duda de que, mejor organizados, más fríos, y sabiendo que al final serían los grandes pagadores de la aventura, intentaron ser más prudentes y pretendieron contener a los violentistas. Pero sea porque no tenían fuerzas para dominar o porque titubearon, sus intentos nunca se tradujeron en hechos.

Preocupados porque la juventud y los trabajadores se les desplazaban al MIR o al FTR, porque continuamente eran sobrepasados por el grupo dominante que controlaba la dirección del Partido Socialista, daban a veces algún paso que contradecían después con sus palabras y sus actos.

Reveladora es en este aspecto la entrevista a un alto dirigente comunista publicada en “La Stampa” el 26 de octubre de 1973, en la cual establece que ellos buscaban una solución política, pero que en los últimos días se encontraron con el discurso del Secretario General del Partido Socialista contra las Fuerzas Armadas y “con su obstinado maximalismo al igual que el de Enríquez, jefe del MIR, y por eso nos hemos encontrado sin preparación para el golpe”.

“Las armas que teníamos –agrega–, de las cuales los generales han descubierto una mínima parte, desgraciadamente eran pocos los que las sabían usar, porque no había habido tiempo suficiente para adiestrar a la masa popular”.

No se difería, pues, en cuanto a los objetivos, sino en las tácticas para ganar tiempo.

Estas tesis dogmáticas aplicadas en Chile han tenido consecuencias similares en cualquier lugar de la tierra y las seguirán teniendo de acuerdo a las características propias de cada país donde se intente realizarlas.

Raymond Aron escribió en uno de sus ensayos: “El socialismo que Fidel Castro quería en sus primeras conversaciones con J.P. Sartre ha seguido la misma línea que los socialistas de la Europa Oriental, no por la influencia de Moscú sino por una suerte de fatalidad interna”.

En el caso chileno la importación de este esquema tuvo connotaciones que aceleraron su desenlace porque, así como se equivocaron en lo ideológico, desconocieron absolutamente la realidad concreta donde se iba a operar.

Esta conjunción de dogmatismo en las ideas e irrealismo en la acción ha sido fatal para Chile y, en gran medida, cada vez que se intenta, para toda América Latina.

Si nos hemos detenido en este Prólogo al libro de Genaro Arriagada no es por insistir en temas que en lo personal no nos complacen, sino porque no podemos permanecer silenciosos ante una sistemática campaña destinada a deformar y ocultar los hechos y las responsabilidades.

Nadie podrá desconocer que los diversos hombres y Partidos que se sucedieron por decenios en el gobierno de Chile no sólo respetaron la democracia sino que en distinto grado y medida la perfeccionaron.

Frente a esta realidad bien poco vale la mentira organizada. Tenemos la convicción de que lo ocurrido en estos años es una tragedia tan profunda para este país, que es mejor que sean las generaciones futuras y la propia Historia las que juzguen a quienes actuaron.

El tiempo hará justicia y mostrará que no se puede terminar culpando a otros por quienes asumieron el Poder y lo ejercieron hasta conducir al país a estos resultados.

Lo que interesa realmente ahora es saber si esta lección puede ser aprendida, pues más que mirar hacia el pasado importa construir el futuro y colocar de nuevo a Chile en la línea histórica que lo hizo respetable y hasta admirado por su democracia abierta a todas las ideas, que iba desarrollándose y transformándose para lograr una real y profunda participación de todos los sectores sociales y políticos.

Muchas veces nos hemos preguntado si en este país tan lejano y en este período tan confuso de su Historia no se pueden advertir hasta el extremo límite los problemas que agitan a América Latina y a otras regiones.

La verdad es que esta crisis no afecta sólo a Chile, sino en mayor o menor grado a todas las democracias representativas del Occidente. Podríamos agregar que en distinta forma también afecta a todo el mundo y por eso la hemos llamado una “crisis sin fronteras”. No escapan a ella, por supuesto, los países de la órbita comunista, y para demostrarlo bastaría sólo recordar el conflicto chino-soviético o los testimonios cada vez más extensos de lo que podríamos llamar la rebelión de la inteligencia rusa, representada por sus más altos valores literarios, científicos y artísticos.

Profundizando en lo que ocurre en el sector al cual pertenecemos por Historia y formación, podemos ver que el origen de esta crisis del Occidente está en las ideas y en las convicciones morales y religiosas, todas ellas cuestionadas o en proceso de revisión, al cual no escapa ni siquiera la Iglesia post-conciliar.

Lo que está en discusión son los fundamentos mismos de esta civilización y los valores sobre los cuales se ha sustentado. Es ahí donde radica la esencia del conflicto.

La convivencia en una sociedad depende de la aceptación de ciertos principios y del respeto a ciertas normas éticas que son su consecuencia.

Si lo anterior no ocurre, se produce un proceso inevitable de degradación en la vida social. La autoridad recurrirá a la fuerza para imponerse, y los que se oponen querrán desconocer su legitimidad y usar la violencia.

Todo ello naturalmente se refleja en el plano político, que es como su resultante más inmediata y más visible.

El equilibrio autoridad, libertad, eficiencia, se observa precario.

La frecuente división de la opinión pública en dos bloques casi paritarios hace difícil si no imposible la constitución de gobiernos sólidos y estables.

La democracia representativa y parlamentaria se muestra lenta e incapaz de renovarse en función de las nuevas realidades de un mundo interdependiente con participación masiva y nuevas formas de vida y trabajo creadas por los avances científico-tecnológicos, que agudizan la tendencia a la centralización del Poder y al predominio tecnocrático.

Los partidos políticos no han escapado a este proceso y muchas veces se les observa debilitados y empequeñecidos por sus querellas internas, con una visión localista o excluyente, faltos de una disciplina indispensable para sostener los gobiernos y canalizar grandes corrientes de opinión hacia objetivos nacionales y supranacionales que traspasen los límites partidistas.

Se hace así urgente crear nuevas instituciones y adecuar otras para lograr una efectiva representatividad en una democracia que ya no puede ser restringida y que requiere contrapesos operantes que no sólo controlen sino que descentralicen el Poder sin paralizarlo.

La vigencia real de los derechos de cada persona y su libertad depende ahora de otros factores y enfrenta nuevas amenazas, como son el predominio de las tecnoburocracias y un desarrollo económico mecanicista, que en vez de liberar al hombre tienden a destruirlo y a someterlo. Estos males se hacen presentes tanto en el área democrática-capitalista como en la totalitaria-colectivista.

Si todos estos cambios y trastornos afectan tan profundamente a las más viejas y opulentas naciones, es inevitable que ellos repercutan en las nuevas, en vías de desarrollo.

En estas sociedades, la menor movilidad social, la carencia de una auténtica representatividad y la falta de organizaciones de base e intermedias, hacen que muchas veces estos pueblos no tengan, a pesar de su expresión electoral, una participación organizada y permanente en los diversos grupos sociales. A esto se agrega que la distribución del ingreso es más imperfecta, las diferencias en los niveles de vida más profundas, y son más inestables las condiciones generales, principalmente porque se ha operado en ellas un paso muy rápido de una sociedad colonial a otra industrial y el trasplante de una vida rural a informes concentraciones urbanas, que han dislocado todo su sistema de relaciones humanas.

Se han aflojado así los resortes que permiten un necesario grado de racionalidad en la vida democrática y en los cambios que son necesarios.

De aquí que el espíritu de la reforma, es decir la búsqueda de la justicia y de la igualdad, se transforme a veces en una carrera desbocada en que todo parece poco, en que no se mide el tiempo ni los recursos. Al revés de lo que ocurre en viejas sociedades que han conocido los trastornos y sufrimientos inenarrables de la guerra, la necesidad de transformación se convierte en una especie de orgía, en que desaparece toda disciplina, toda jerarquía, todo respeto que hacen posible una existencia social organizada, y donde la violencia se propugna como método y sistema.

Y en estas anomalías no caen sólo quienes actúan en función del marxismo-leninismo –lo que sería una simplificación del problema— sino que se dejan llevar por ellas los más diversos sectores, donde no faltan algunos grupos cristianos que, si bien minoritarios, tienen la ingenuidad y a veces el frenesí de los conversos al revés que quieren, por el exceso, borrar un pasado a su juicio culpable o volcar su antigua adhesión a la fe en nuevos dogmas políticos que recién descubren.

Llega a ser así más importante el testimonio que los resultados, porque incapaces de preparar y madurar los hechos, prefieren el verbalismo revolucionario y las actuaciones espectaculares, pareciendo aturdirse en la convulsión social que provocan, sin realmente conseguir los objetivos de una sociedad mejor.

No está de más recordar aquí una frase del Dr. Franz Hengsbach: “Quien lucha para liberar a todos los hombres de opresiones inhumanas se honra cuando lleva su combate con ardoroso corazón. Pero este combate fracasará cuando no se guarda la cabeza fría. En otras palabras, nuestra indignación personal frente a la injusticia, al sufrimiento y a la miseria en este mundo, no nos puede llevar a proposiciones y proyectos irrealistas. En caso contrario, existe el peligro de que aquellos a quienes queremos ayudar tengan que pagar la cuenta de nuestros disparates”.

Lo más curioso es que muchas veces los primeros en reaccionar frente a estas demasías ideologizantes y palabreras son sectores de los propios trabajadores y campesinos y de las clases medias que temen verse arrastrados por este torrente cuyos contornos no logran definir pero cuya tumultuosa corriente les causa duda, si no temor.

Este es el gran negocio de los reaccionarios de todo color, porque así pueden justificar, a su vez, su propio sectarismo y violencia, pues para ellos toda reforma es peligrosa, todo avance sospechoso, y la existencia misma de una sociedad abierta y pluralista constituye una amenaza a sus intereses. No es la primera vez en la Historia, ni será la última, que ocurrirá que los excesos de estos revolucionarios inconscientes terminen por destruir las mejores esperanzas de estos pueblos.

Algo así ocurrió en Alemania e Italia cuando los comunistas de la Tercera Internacional golpearon a la Social Democracia y a los cristianos sociales, abriéndole paso al nacional-socialismo. En ese entonces hicieron su autocrítica, pero siguen, apenas tienen la oportunidad, reiterando sus mismos errores y acarreando iguales desastres.

Todo esto pudo observarse en el fenómeno chileno y por eso también lo verdaderamente útil es sacar de ellos algunas lecciones.

No se puede vivir de partidismos que desconocen la pluralidad vital de un pueblo, o con ideologismos que lo deforman, o con sectarismos que lo mutilan. Los valores y las ideas son algo bien distinto a las enfermedades de los dogmáticos que miran a los países con anteojeras voluntaristas y que lo único que obtienen es conducir a una sociedad cerrada, en permanente choque con la realidad de nuestros países.

El análisis de esta realidad debe ser objetiva. Chile, como cada pueblo y como cada hombre, tiene su personalidad que no puede ser encasillada en esquemas cerrados y apriorísticos.

La violencia es la anti-democracia. En la medida que se busque ese camino Chile no encontrará su salida, o, al revés, todas las salidas se irán cerrando, lo que rigidizará cada vez más la vida del país.

El violentismo es una forma mesiánica de los que sabiéndose minoría sin destino se autoestiman portadores de la “verdad” por encima de la voluntad del pueblo. Ellos constituyen una nueva forma de una plutocracia mental que cree pensar por el hombre, al cual consideran en el fondo incapaz de expresarse y conquistar su propio destino. Ellos creen saber lo que conviene y lo que es útil destruir para conseguir sus objetivos. Ellos jamás podrán construir en la paz y en la solidaridad, sin lo cual ninguna forma social es humana y creadora.

Una Patria no se construye en un día. Hemos visto en mayor o menor grado la tendencia de cada grupo que llega al gobierno de creer que Chile comienza con él, que lo ha descubierto por primera vez. Esto engendra inevitablemente una mentalidad que los lleva a asumir la representación exclusiva de los “reales intereses de la Patria” y a considerar toda crítica o disensión como la anti-Patria o la anti-revolución.

Ningún pueblo –y Chile entre ellos— comienza con gobierno alguno. Su vida y su Historia es una resultante del esfuerzo de muchas generaciones. Reconocerlo no debilita la posición de nadie sino que permite enriquecer la marcha hacia el futuro.

La arrogancia y la prepotencia de los que piensan que son dueños del Poder es la más peligrosa de las ilusiones, porque siempre la soberanía reside en el pueblo y los que gobiernan son sus transitorios mandatarios.

Por lo mismo la democracia no puede ser regreso al pasado y mucho menos destrucción de lo que el pueblo ha conquistado en largas luchas por su liberación.

El Parlamento es una institución inherente a una democracia. Asimismo lo son los partidos políticos, que han llegado a ser en el Estado moderno condición “sine qua non” de una verdadera sociedad libre. Pero si quieren subsistir deberán corregirse del parlamentarismo verbalista y del partidismo que sacrifica al país en aras de sus intereses.

Reconocer la crisis del sistema no es negar su esencia sino reconocer la urgencia de buscar respuestas.

Ciertas concepciones del Estado, del Poder, de la instrumentalización de los medios de comunicación, del miedo como forma de imponer el orden, y el desconocimiento de las organizaciones sociales cuando son sometidas a un paternalismo que las esteriliza, confunden el orden con la imposición, el silencio con el consenso.

En esa forma no puede haber justicia, sin la cual la paz y la libertad son ficciones. Justicia no significa sólo el respeto a los derechos, porque en el mundo de hoy –ya se ha dicho—no hay justicia sin desarrollo, del cual la comunidad entera debe ser partícipe.

Un Estado ineficiente es injusto porque priva al hombre de las oportunidades legítimas a que tiene derecho en un mundo en que el atraso se convierte en pobreza y la pobreza en dependencia.

De ahí que la democracia y en especial algunos de sus órganos esenciales, como son el Parlamento y los Partidos, no pueden existir sin reconocer los nuevos aportes engendrado por la tecnología.

Por ligereza o demagogia muchas veces se desconoce la naturaleza y la forma de los problemas que debe afrontar, más allá de las diferencias ideológicas, cualquier sociedad moderna. Esta no puede ser labor de aficionados, ni la política sólo un juego de habilidades.

Por eso la primera tarea de quienes quieren reconstruir la democracia debe ser la de realizar un esfuerzo de reflexión, de creación intelectual y de formación de cuadros de alta capacidad.

Nunca ha sido más evidente –y así se demostró en estos años—que la democracia necesita las más altas “calidades” y que no la sirven quienes la destruyen por ignorancia o por torpeza o la envilecen cuando confunden al pueblo con lo vulgar.

En el fondo, al pretender halagarlo, lo desconocen y lo rebajan.

La gran interrogante que se plantea es si será posible que de esta crisis que afecta a la humanidad entera, y en nuestro caso a Chile en forma tan dramática, pueda salir una democracia más pura o vamos a vivir un retroceso sin destino.

Es necesario saber si seremos capaces de superar el odio o va a ocurrir que nuevos odios sustituyan y se sumen a los antiguos y que nuevos apetitos y sectarismos reemplacen a los viejos.

La respuesta no podrá venir de los revanchistas de todo color o de esquemas agotados. Tampoco vendrá sólo de formulismos políticos o del reino de la facilidad, al cual hay tantos aficionados.

Si así ocurriera significaría que nada hemos aprendido, pues una sociedad no sólo se construye con la inteligencia sino con las virtudes del alma. Como lo señalara Solyenitsin, hoy “los viejos pecados adquieren nombres nuevos”.

Todo indica que para esta tarea hay que buscar como objetivo central el aunar voluntades, aumentar el consenso, para no engendrar nuevos conflictos.

Pero no podemos engañarnos. La democracia y la libertad para subsistir no pueden operar sin mayorías que acepten ciertas bases que determinan un “consenso básico”.

Esos valores fundamentales son, entre otros, el respeto a la libertad y a los derechos esenciales de cada persona; la independencia de la justicia; un sistema abierto de información; el pluralismo en las ideas y en la vida; la existencia de una autoridad fuerte pero no omnipotente, que garantice el bien común pero que tenga contrapesos; la independencia y leal representatividad de las organizaciones sociales y de las fuerzas políticas. Todas estas condicionantes son insoslayables para construir una democracia para Chile. Pero también indica que quienes no respeten y no acepten lealmente estos valores son enemigos de la democracia.

La aceptación de estos principios no puede ser aparente sino que debe corresponder a las declaraciones y a los actos.

El libro de Genaro Arriagada tiene el mérito de mostrar como en una pantalla a dónde se puede llegar cuando se desconocen todas estas verdades que pudieran parecer obvias, pero cuya trasgresión o manipulación engañosa, antes, ahora y siempre, conduce a las grandes frustraciones colectivas o a fracasos irremediables que los pueblos pagan con el precio de su libertad y regresión histórica.

Los chilenos hemos recibido un castigo a nuestro orgullo.

Muchas veces pensamos que constituíamos un mundo aparte en América Latina y que la democracia era un juego donde se podían tolerar todas las demasías, donde las calidades eran despreciables, y el apetito del Poder la suprema norma. La verdad es que en el camino se corrompieron los fines y los medios.

Cuando los que gobiernan no sólo son arrastrados por esta ola sino que la empujan, nadie se escapa y la sociedad entera es presa de aquel torbellino funesto.

Es la enseñanza que debiéramos aprender.

El futuro de Chile, como nación que ha tenido una Historia llena de dignidad, no se forjará en la imposición, ni en la revancha.

Desde los tiempos de Portales y de Montt ésta ha sido una empresa de todos. La autoridad puede haber sido firme, pero jamás excluyente ni sectaria.

Sólo así construiremos una sociedad abierta, progresista, dinámica, en la cual no hayan privilegiados. Hacia eso ha tendido en una forma u otra la Historia de este país, por excelencia unitario, respetuoso del derecho de cada uno, realista y soñador.

Si esta lección se aprende, el dolor que ha vivido no será inútil, ni para Chile ni para las otras naciones que quieran reflexionar sobre tan dura experiencia.

 

 

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