Balance patriótico

Por Vicente Huidobro



En Chile cuando un hombre carga algo en los sesos y quiere salvarse de la muerte, tiene que huir a países más propicios llevando su obra en los brazos como la Virgen llevaba a Jesús huyendo hacia Egipto. El odio a la superioridad se ha sublimado aquí hasta el paroxismo. Cada ciudadano es un Herodes que quisiera matar en ciernes la luz que se levante. Frente a tres o cuatro hombres de talento que posee la República, hay tres millones setecientos mil Herodes.

Y luego la desconfianza, esa desconfianza del idiota y del ignorante que no sabe distinguir si le hablan en serio o si le toman el pelo. La desconfianza que es una defensa orgánica, la defensa inconsciente del cretino que no quiere pasar por tal y cree que sonriendo podría enmascarar su cretinismo, como si la mirada del hombre sagaz no atravesara su sonrisa mejor que un reflector.

Es preciso que se diga de una vez por todas la verdad, es preciso que no vivamos sobre mentiras, ni falsas ilusiones. Es un deber, porque sólo sintiendo palpitar la herida podremos corregirnos y salvarnos aún a tiempo, y mañana podremos tener hombres y no hombrinos.

Decir la verdad significa amar a su pueblo y creer que aún puede levantársele y yo adoro a Chile, amo a mi patria desesperadamente, como se ama a una madre que agoniza.

Es necesario levantar estatuas en los paseos y como no hay a quién elevárselas, el pueblo busca el primero que pilla, y cuando es el pueblo el que levanta monumentos, ellos surgen debido a las influencias de familias, son los hijos que levantan monumento al papá en agradecimiento por haberlos echado al mundo. ¡Es conmovedor!

¿Y el mérito, en dónde está el mérito? El pueblo pasa soñoliento y lánguido, arrastrando su cuerpo como un saco de pestes, su cuerpo gastado por la mala alimentación y carcomido de miserias y entre tanto la sombra de Francisco Bilbao llora de vergüenza en un rincón. 

Las instituciones, las leyes, acaso no sean malas, pero nunca hemos tenido hombres, nunca hemos tenido un alma, nos ha faltado el Hombre.

El pueblo lo siente, lo presiente y se descorazona, se desalienta, ya no tiene energías ni para irritarse, se muere automáticamente como un carro cargado de muertos que sigue rodando por el impulso adquirido.

Hace días he visto al pueblo agrupado en torno a la estatua de O’Higgins. ¿Qué hacían esos hombres al pie del monumento? ¿Qué esperaban? ¿Buscaban acaso protección a la sombra del gran patriota? Tal vez creían ellos que el alma del Libertador flotaba en el aire y que de repente iba a reencarnarse en el bronce de su estatua y saltando desde lo alto del pedestal se lanzaría al galope por calles y avenidas, dando golpes de mandoble hasta romper su espada de tanto cortar cabezas de sinvergüenzas y miserables. No valía la pena haberos libertado para que arrastrarais de este modo mi vieja patria, gritaría el Libertador. Y luego, como una trompeta, exclamara a los cuatro vientos: despiértate, raza podrida, pueblo satisfecho en tu insignificancia, contento acaso de ser un mendigo harapiento del sol, resignado como un Job que lame su lepra en un establo.

¿Y esto debido a qué? Debido a la inercia, a la poltronería, a la mediocridad de nuestros políticos, al desorden de nuestra administración, a la chuña de migajas y, sobre todo, a la falta de un alma que oriente y que dirija.

Un Congreso que era la feria sin pudicia de la imbecilidad. Un Congreso para hacer onces buenas y discursos malos.

Un municipio del cual sólo podemos decir que a veces poco ha faltado para que un municipal se llevara en la noche la puerta de la Municipalidad y la cambiase por la puerta de su casa. Si no empeñaron el reloj de la Intendencia y la estatua de San Martín, es porque en las agencias pasan poco por artefactos desmesurados.

¿Hasta cuándo, señores? ¿Hasta cuándo?

Es inútil hablar, es inútil creer que podemos hacer algo grande mientras no se sacuda todo el peso muerto de esos viejos políticos embarazados de palabras ñoñas y de frases hechas.

He ahí el símbolo de nuestros políticos. Siempre dando golpes a los lados, jamás apuntando el martillazo en medio del clavo.

Cuando se necesita una política realista y de acción, esos señores siguen nadando sobre las olas de sus verbosidades.

Por eso es que toda nuestra insignificancia se resuelve en una sola palabra: Falta de alma.

¡Crisis de hombres! ¡Crisis de hombres! ¡Crisis de Hombre!

El mundo ignorará siempre el nombre de los pequeños politiquillos y comerciantes que vivieron en la época de los grandes hombres. Sólo aquellos que lograron representar el alma nacional llegaron hasta nosotros; de Grecia guardamos en nuestro corazón el nombre de Platón y de Pericles, pero no sabemos quiénes eran sus proveedores de ropa y alimentos.

En Chile necesitamos un alma, necesitamos un hombre en cuya garganta vengan a condensarse los clamores de tres millones y medio de hombres, en cuyo brazo vengan a condensarse las energías de todo un pueblo y cuyo corazón tome desde Tacna hasta el Cabo de Hornos el ritmo de todos los corazones del país.

Y que este hombre sepa defendernos del extranjero y de nosotros mismos.

Necesitamos lo que nunca hemos tenido, un alma. Basta repasar nuestra historia. Necesitamos un alma y un ariete, diré parafraseando al poeta íbero. Un ariete para destruir y un alma para construir.

¿Qué se puede esperar de un país en el cual al más grande de los ladrones, al que comete la más gorda de las estafas, se le llama admirativamente: ¡gallo padre! Este es un peine, dicen, y lo dejan pasar sin escupirle el rostro.

Como la suma de latrocinios de los viejos políticos es ya inconmesurable, que se vayan, que se retiren. Nadie quiere saber más de ellos. Es lo menos que se les puede pedir.

Entre la vieja y la nueva generación, la lucha va a empeñarse sin cuartel. Entre los hombres de ayer sin más ideales que el vientre y el bolsillo, y la juventud que se levanta pidiendo a gritos un Chile nuevo y grande, no hay tregua posible.

Que los viejos se vayan a sus casas, no quieran que un día los jóvenes los echen al cementerio.

Todo lo grande que se ha hecho en América y sobre todo en Chile, lo han hecho los jóvenes. Así es que pueden reírse de la juventud. Bolívar actuó a los 29 años. Carrera, a los 22; O’Higgins, a los 34, y Portales, a los 36.

Que se vayan los viejos y que venga juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y de esperanza.

(Nota. Este artículo, aquí resumido, fue publicado en la Revista Acción Nº 4, el 8 de agosto de 1925, y no fue incluido en las dos ediciones publicadas de las obras de Huidobro).

 

 

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