La Conferencia de 1977
La ruta al desarrollo y la democracia

Por José Piñera

El 27 de Mayo de 1977, cuando tenía 28 años y un sueño para Chile, di una conferencia que marcó el inicio de una vida dedicada a la lucha por crear un país y un mundo mejor.

Desde que volví de obtener mi Doctorado en Economía en la Universidad de Harvard a fines de diciembre de 1974, había comenzado a participar en los asuntos públicos a través de conferencias, columnas en la prensa, publicaciones y programas de televisión. Entre muchos temas que me interesaban, había uno que me obsesionaba. ¿Cómo transformar a Chile, algún día, en un país libre y desarrollado? ¿Hay potencial en este país para un despegue económico? ¿Cómo podría ser ese país? ¿Qué reformas estructurales serían necesarias para lograr este objetivo? ¿Cómo lograr al mismo tiempo un estado de derecho y una democracia al servicio de la libertad?

A principios de Mayo de 1977 me llegó la invitación para dar una charla en el prestigioso seminario anual que organizaba la Fundación de la Facultad de Economía de la Universidad Católica de Chile. Los oradores centrales eran los ministros de Hacienda y Economía, Sergio de Castro y Pablo Baraona, ambos ex profesores de la facultad.

Decidí lanzar allí mi tesis de que Chile podía abandonar el Tercer Mundo si realizaba una verdadera revolución por la libertad. El núcleo de mi exposición fue que sólo realizando una serie de profundas reformas estructurales ancladas en la libertad --que después llamaría las "siete modernizaciones"-- Chile podía llegar a ser un país desarrollado, y que ese proceso haría posible una democracia estable y una sociedad integralmente libre.

Inicié mi exposición valorando la tarea de reconstrucción económica realizada con descomunal esfuerzo por el ministro De Castro y su antecesor, Jorge Cauas. Se estaba avanzando en lograr los equilibrios macroeconómicos básicos --cuadrar las cuentas fiscales, equilibrar la balanza de pagos y detener la hiperinflación-- tarea en la cual se había avanzado mucho desde esa economía caótica que encontró el nuevo gobierno en septiembre de 1973. Incluso hice un cálculo aproximado de lo que el país había perdido al desviarse, durante el gobierno de la Unidad Popular, de la trayectoria posible de crecimiento. Eran miles de millones de dólares de menor bienestar para los chilenos. Lo llamé el "costo del socialismo".

Entonces propuse entrar a otra etapa, a mi juicio más trascendente que la reconstrucción. Se trataba ahora de enfrentar el desafío del desarrollo. Sólo con tasas altas y sostenidas de crecimiento de la actividad productiva íbamos a poder sacar a nuestro país de la mediocridad e íbamos a poder responder a las aspiraciones de bienestar de la población, especialmente de los sectores más pobres. Afirmé que el país podía crecer en forma sostenida a tasas del 7 por ciento anual si se seguía un conjunto de políticas coherentes ancladas en la libertad de los mercados y la creatividad individual. Veía en ese entonces --y lo sigo viendo hasta el día de hoy-- un horizonte de enormes potencialidades para Chile y todos los chilenos si éramos capaces de optar y de persistir en la economía libre y el Estado de Derecho.

Mi pensamiento en este campo se había beneficiado de múltiples conversaciones a fondo con mi amigo Manuel Cruzat, quien en ese entonces dirigía un importante grupo de empresas. Manuel Cruzat había sido profesor en la Universidad Católica y, tras obtener un postgrado tanto en Chicago como en Harvard, había decidido aplicar sus conocimientos en el mundo empresarial. Con su extraordinaria inteligencia y su original visión de los asuntos públicos, tuvo una gran influencia en mi pensamiento sobre estas materias. Compartíamos una pasión por Chile y juntos concluimos que las potencialidades de este país eran enormes si optaba por un modelo de libre mercado.

La charla produjo gran polémica porque hacía tiempo que en Chile había una extendida mentalidad escéptica frente a nuestras posibilidades como nación en este campo. Somos un país que produce grandes poetas --Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro-- se dijo, pero jamás seremos un país de creadores de riqueza. Otro citó como argumento de autoridad el libro de un historiador, Francisco Antonio Encina, llamado apropiadamente "Nuestra inferioridad económica". Un tercero me acusó de "soñar" como si ese fuera el mayor de los pecados.

Respondí que había que romper con el escepticismo y el derrotismo que había caracterizado las ultimas décadas. Que en el siglo XIX Chile había sido un gran país en el contexto latinoamericano. Que el subdesarrollo estaba primero en nuestras mentes. Que si no creíamos que podíamos salir de la mediocridad nunca lo haríamos y eso sólo sería una profecía autocumplida.

Al día siguiente recibo una invitación para darle la misma conferencia al Presidente Pinochet, a quien por supuesto no conocía. La oferta era tan inusual como interesante. El 27 de Mayo al llegar a la sede de gobierno en el edificio Diego Portales, me informan que el Presidente había decidido invitar a la conferencia a la Junta de Gobierno, al gabinete en pleno de ministros y a los subsecretarios.

Hablé una hora en base al esquema de la charla en la Fundación. Al final, tras un breve silencio mientras se encendía de nuevo la iluminación de la sala, el Presidente Pinochet ofreció la palabra a los integrantes de la Junta de Gobierno por si querían formular alguna pregunta o aclarar alguna duda. Incluso creí ver que se dirigía especialmente al general Gustavo Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, el único miembro de la Junta de Gobierno que desconfiaba del modelo económico liberal. Ninguno aceptó el ofrecimiento. Después repitió la misma oferta a sus ministros; varios de ellos hicieron preguntas o alcances y se produjo un interesante intercambio de ideas. Poco después supe por el general Sergio Covarrubias, jefe del Estado Mayor Presidencial, que al Presidente Pinochet le había impresionado la exposición.

Un año y medio después volví a ver al Presidente de la República. Me recibió en su oficina a las cinco de la tarde del viernes 22 de diciembre de 1978 y me pidió que aceptara ser Ministro de Estado.

De entrada me advirtió que estábamos en un momento extraordinariamente difícil en la vida del país y que el país necesitaba mi participación en el ministerio de Economía. Desde fuera la situación se veía distinta. De hecho, en esa cálida tarde veraniega y de ambiente navideño, eran seguramente muy pocos los santiaguinos que tenían plena conciencia de estar viviendo instantes críticos. En la reunión, el Presidente --de uniforme, muy serio, tenso pero no abrumado-- se ahorró todo tipo de preámbulos y entró de inmediato en materia. Se le notaba preocupado y sus palabras fueron enfáticas. Los informes de inteligencia militar --me dijo-- señalaban de manera categórica que las horas estaban contadas para que Argentina iniciara una guerra en gran escala en contra de nuestro país por la disputa de las tres islas del Beagle. El conflicto había desbordado los cauces de la diplomacia y ahora entraba a la fase de la guerra.

Por otra parte, después de múltiples tentativas frustradas, ahora sí que era un hecho inminente el boicot sindical al comercio chileno con el resto de América. La medida, impulsada por la poderosa central sindical norteamericana AFL-CIO, había sido anunciada tras el encuentro de la ORIT (Organización Regional Interamericana del Trabajo), celebrado en Lima hacía pocas semanas. Con esa decisión, triunfaba finalmente la campaña de desinformación y de presiones llevada a cabo por un grupo de dirigentes sindicales izquierdistas que habían acudido al sindicalismo mundial para intentar derrotar al gobierno. El Presidente estaba realmente enfurecido con la maniobra y la consideraba una traición a la patria. El boicot entraba en vigencia el día 8 de enero de 1979 y, por lo tanto, quedaban menos de quince días para arreglar el problema.

De inmediato comprendí que Chile estaba viviendo una de sus horas de mayor peligro. Era casi imposible enfrentar al mismo tiempo una terrible guerra con Argentina y un devastador boicot portuario. Pero consideré mi deber explicarle al Presidente cuál era mi visión de lo que necesitaría hacerse una vez superadas estas dos emergencias. Noté una mezcla de extrañeza y curiosidad en sus ojos. Titubeó por un instante y después asintió con la cabeza.

Entonces hablé con convicción y entusiasmo del sueño de convertir a Chile en un país desarrollado y con una sociedad libre, de cómo había que dar un gran salto hacia adelante en la modernización de nuestras instituciones y leyes, de por qué era necesario ampliar radicalmente los márgenes de libertad de los chilenos en todas las materias que les preocupan diariamente, y de por qué esta libertad era la verdadera protección de la futura democracia, resistida tanto por el pensamiento estatista como por las causas totalitarias. Creo que hablé como si ésa hubiese sido mi primera y última oportunidad y quise decirlo todo desde el primer día. En los tres años que permanecí como ministro agradecí muchas veces haber hecho ese inequívoco planteamiento inicial de mis propósitos.

Salí de la reunión abrumado por la responsabilidad que había asumido, pero también con la sensación de estar comenzando a vivir una etapa apasionante.

Después sabría que, mientras me reunía con el Presidente, la escuadra argentina iba rumbo al Sur a invadir las islas chilenas, acción que fue detenida a último momento por una influencia combinada de Estados Unidos y el Papa Juan Pablo II.

Ese mismo domingo, el ministro del Interior, Sergio Fernández, me invitó a una reunión en su casa con el ministro de Hacienda, Sergio De Castro, para analizar el urgente problema del boicot. Tras un prolongado análisis de la situación, concluimos de común acuerdo que era preferible que asumiera como Ministro del Trabajo y Previsión Social en vez de Economía, como me había planteado el Presidente. Si iba a asumir la responsabilidad de detener el boicot y si el gran desafío de mi gestión sería realizar una profunda reforma del sistema de pensiones y de los anacrónicos esquemas de negociación colectiva, lo lógico era que actuara desde ese Ministerio.

Demás está decir que esa Navidad fue doblemente reflexiva. Estaba asumiendo por primera vez un compromiso en la vida pública del país y lo hacía en un cargo clave, en un momento crítico y en un gobierno muy especial.

Pero lo cierto es que pocas veces en mi vida me he sentido más auténtico y coherente conmigo mismo que cuando juré el 26 de diciembre de 1978 como Ministro del Trabajo y Previsión Social. Me parecía que habría sido una inconsecuencia declinar el ofrecimiento presidencial cuando creía que Chile tenía una oportunidad histórica para conseguir progreso social, desarrollo económico y bienestar de la comunidad.

Quien cree en un proyecto de cierta trascendencia no puede excusarse a la hora de llevarlo a cabo. Eludir este deber no sólo es incurrir en una inconsecuencia sino también abrir las puertas a ese sentimiento de impotencia e indignidad personal que invariablemente grava a quien --pudiendo hacerlo-- no se compromete con sus ideas en la acción. La verdad es que sirve de poco comprometernos con nuestros ideales sólo de palabra y a la hora de la sobremesa. A fin de cuentas el testimonio de la acción vale más que mil palabras.

Aprecio y valoro la democracia porque aprecio y valoro todavía mucho más la libertad. Por pensar así --y no a pesar de eso-- acepté participar en el gobierno militar, pues aunque no era producto de una elección democrática, tenía una indudable legitimidad de origen, se consideraba transitorio y excepcional, y era receptivo a mi visión de construir en Chile una sociedad integralmente libre y democrática.

La legitimidad de origen está basada en el Acuerdo del 22 de agosto de 1973 de la Cámara de Diputados que denunció de manera rigurosa las inconstitucionalidades en que había incurrido el gobierno del Presidente Allende y, de hecho, llamó a su remoción por las Fuerzas Armadas. El gobierno de reconstrucción nacional surgió entonces, de manera inevitable, del derrumbe de nuestra democracia, y con el cometido histórico de reconstruirla sobre bases más sólidas que las que tuvo en el pasado.

Comprendía que por delante la tarea pendiente era una verdadrea epopeya. Tras la reconstrucción económica y la restauración del orden público, era indispensable una triple ofensiva de reformas estructurales, modernizaciones sociales y creación de las instituciones para una democracia estable y eficiente. La situación estaba lo suficientemente madura como para dar un golpe de timón destinado a romper los viejos esquemas y encuadrar al país dentro de otros parámetros, los parámetros de la libertad y la responsabilidad individual.

Chile no sólo necesitaba una economía libre; necesitaba que además la libertad irrigara de arriba a abajo su sistema político y su estructura social. La concepción liberal no podía agotarse en lograr los necesarios equilibrios macroeconómicos. Era indispensable introducir cambios estructurales y grandes transformaciones. Inspirado en los Padres Fundadores de Estados Unidos que tanto había estudiado en mis años en Boston, estaba convencido que nuestra acción debía ser profundamente revolucionaria. Estos eran los verdaderos cambios hacia adelante que requería Chile, y no esos anácronicos cambios colectivistas que postulaba la izquierda.

Cuando juré el martes 26 de Diciembre de 1978 como ministro del Trabajo y Previsión Social me prometí ser siempre un "ministro de Estado", como era la denominación formal, y no un "ministro de Pinochet". Mi adhesión no era a un príncipe o un partido, sino a Chile.

Había comenzado la hora de la acción. Partía una carrera frenética en contra del tiempo para parar el boicot portuario y contribuir así a evitar la guerra. Partía también una tarea tal vez menos apresurada pero mucho más trascendente para tratar de poner al día el país en sus viejas y anquilosadas estructuras económicas, sociales y políticas. La primera tarea consistía, en cierto modo, en apagar un incendio. La segunda --ni más ni menos-- en levantar un edificio que fuera realmente incombustible.

Esa noche recordé las elocuentes palabras del Presidente Roosevelt:

"No es el crítico el que cuenta, no aquel que señala con el dedo cómo el hombre de convicciones tropieza o cómo el ejecutor de obras podría haberlas hecho mejor. El mérito le pertenece al hombre que está en la cancha, cuyo rostro esta sucio con polvo, sudor y sangre, que pelea valientemente por su causa, que se equivoca, que a menudo no alcanza todas sus metas. Que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones y que se entrega entero a una causa que vale la pena. Que en el mejor de los casos, conoce al final el embriagamiento de los grandes logros. Y que, en el peor, si falla, al menos falla mientras se atreve noblemente de modo que su alma nunca estará con aquellas frías y tímidas que no conocen ni la victoria ni la derrota".

 

 

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