Fracaso, mito y venganza

Por Juan de Dios Vial Larraín. Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica, miembro de la Academia de Ciencias del Instituto de Chile, Premio Nacional de Humanidades, y ex Rector de la Universidad de Chile (La Segunda, 30 de noviembre de 1998).

Nada se entenderá de lo que ocurre con Pinochet si se desconoce el mito del que forma parte y se ignora cómo y por qué surgió. Podría llamárselo un mito de venganza.

Lo ocurrido en Chile en los años 70 fueron signos aurorales de otro gran signo que viene luego: la caída del muro de Berlín. Esta caída sepultó la ideología que alimentó a la humanidad por medio siglo. Pero cuando se abre un abismo semejante, donde queda sepultado todo lo que se cree, la herida del alma es profunda y quizá nunca se cierra. Las sombras de este dolor y de esta ausencia crecen tenebrosamente y, entre otras cosas, tejen un mito.

Creo que Chile ha sido un país históricamente alerta. El Partido Comunista surge en Chile a la par de la Revolución rusa y es contemporáneo de Lenin; por los años cuarenta tiene varios ministros en el gobierno, lo que no ocurría en el mundo. La ideología política cristiana que predicó Maritain llega a ser gobierno en Chile por los años sesenta, lo que tampoco ocurría en el mundo. En fin, justo en un momento de máxima expansión política del marxismo, cuando éste ensaya en Chile la posibilidad de presentarse con rostro humano, es decir, de no asaltar el poder sino de agarrarlo desde la democracia y de cerrar así su tenaza sobre América Latina, es justamente en Chile donde el marxismo deja de manifiesto su completa incapacidad de ser gobierno, su total ineptitud para conducir políticamente que no sea por la violencia que lleva en sus venas. El marxismo fracasa en Chile estruendosamente mientras domina en el mundo.

En esas circunstancias, ante una nación postrada, económicamente al borde de la quiebra, amenazada a una guerra civil a la que también empuja Joan Garcés, consejero de Allende, en un gesto delirante de joven intelectual del París de los 60, olvidado del millón de muertos habidos en su patria, o que Castro simboliza cuando regala a Allende su fatídica metralleta. Es en esas circunstancias en que una enorme mayoría nacional respalda el pronunciamiento de las Fuerzas Armadas.

La tarea que éstas emprenden es extremadamente difícil. Pero hay tres cosas políticamente esenciales que Pinochet tuvo claras con excepcional lucidez.

Primero, que había desafiado y herido gravemente a un inmenso poder internacional: a la ideología que agarrotaba todas las conciencias, al poder militar, fiel a Lenin, que cubría la mayor parte del planeta; y al poder infiltrado decisivamente por la ideología dominante en todos los medios de comunicación en el mundo. Comprendió que su lucha era contra el marxismo.

Tuvo claro, enseguida, que no podía salir de ese pantano con los viejos recursos políticos y que se requería ejercer un poder que ya los antiguos romanos admitieron como institución. Esta no fue la tiranía de un hombre, sino un poder ejercido por las Fuerzas Armadas con notable eficiencia, muy principalmente para elegir a sus colaboradores. Esa eficiencia en gran parte deriva en que el poder no se ejercía en beneficio de alguien, sino como una tarea de salvación nacional emprendida por una institución a la que, dentro de nuestro ámbito, bien puede llamarse gloriosa.

Finalmente comprendió que la tarea no se improvisaba, no se negociaba y requería un largo período de ajuste en el que había que consolidar un régimen económico y una Constitución política.

Todo eso se hizo. La batalla que se dio aquí fue mínima, fundamentalmente porque en su origen el pronunciamiento contó con un respaldo total. Sus costos, siempre dolorosos, fueron bajísimos en comparación con situaciones análogas, recuérdese Rusia o España; y la propia América Latina desde Nicaragua, Guatemala, Colombia o Perú, Argentina y Uruguay, en su guerrilla interna y consiguiente represión.

Pero hubo dos errores que el gobierno militar cometió, el primero por ingenuidad y el segundo por torpeza. El primero fue ignorar la ola de la siniestra reacción del poder que había sido herido y que se alzaba más allá de sus fronteras. Este mismo poder es el que se ha mostrado ahora en todo su despecho, no sólo contra Pinochet, sino contra Chile, el pequeño y remoto país que fue quizá el primero en atreverse en contra suya. Este país no merece ser ni siquiera escuchado por los señores de la ley. Derechos humanos va a ser el nombre fino de la venganza.

El segundo error fue el exilio, la mayor parte de las veces injusto, que incorporó a una porción importante de chilenos al odio de afuera y le obligó a vivir en ese clima en el que sufría el destierro aunque también se beneficiaba del mismo. Pero esa gente volvió al país y ha contribuido muy seriamente a la continuidad de la obra del gobierno de Pinochet en un ambiente de reconciliación que sólo desconocen quienes viven en el viejo estilo, desde luego los comunistas que vieron en Stalin a un padre y en Lenin al profeta.

Que la acción contra Pinochet es una venganza lo muestra claramente un hecho. La venganza siempre se reviste de nobleza. Aquí son los derechos humanos. ¡Qué bonita tesis es la que ahora sostienen inclusive personas que nunca han creído sino en el poder de la fuerza, en la voluntad de poder o en la pura fuerza positiva de la ley: ahora sostienen lindamente que existen unos derechos que están por encima de toda ley positiva y territorial y que resguardan la misma humanidad del hombre! ¡Bravo! Ese es un derecho natural, esa es la justicia.

Pero ¿es la justicia, es el derecho por encima de la ley, aquello de lo que puede ser agente el juez Garzón, un político frustrado con afán de protagonismo? ¿No se está haciendo escarnio de la justicia y de los derechos esenciales del hombre cuando se los identifica con una acción política vengativa, ejercida por un juez cualquiera, de clara filiación ideológica, a partir de una presentación de la presidenta del Partido Comunista de Chile que se transmite por improvisado fax a un gobierno claramente marcado por su antigua antipatía a quien se persigue? ¿Son legítimos justicieros por violación de derechos humanos, tortura o genocidio, el continente y las naciones en donde Stalin asesinó a millones, en donde Hitler asesinó a millones, en donde los españoles se mataron entre ellos por un millón, en donde los ingleses han asesinado en Irlanda, en donde Milosevic que manda asesinar mujeres y niños para lograr pureza étnica es recibido en París, y donde Castro que por décadas ha violado los derechos humanos en Cuba es condecorado en Madrid? ¿Son estos los agentes de una justicia superior? Esto es un escarnio para la justicia y para el derecho. Es un retorno a la venganza ejercida por cualquiera ante cualquiera contra cualquiera. Es la ley de la selva con piel de oveja, con peluca.

Frente al mito y la venganza somos quizá muy débiles. Pero tenemos una fuerza a nuestro favor: la justicia. No una mascarada en su nombre, sino un proceso social efectivo que es de reconciliación, de sanción penal y amnistía y también de perdón recíproco en la mayoría de los hombres de buena fe.

 

 

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